Mientras converso con el espejo unas ganas de salir a caminar invaden mis deseos. Luego de disertar decido: hoy iré a caminar al campo.
Me pongo la camisa azul a cuadros que me cae bien... El campo está muy cerca de casa, así que puedo llegar caminando. Alisto lo necesario, linterna, arnés, menos mochila.
Dentro de lo indispensable se encuentra mi bote inflable, aquel que después de 22 años me sigue acompañando por el mundo. Son casi las 3 de la tarde, y emprendo la aventura.
El sol regocija luz en el camino por el que ya caminé. Es una villa muy cómoda, tiene árboles y un río. A lo lejos vislumbro el camino que conduce al pueblo olvidado.
Camino cuesta arriba, con el sol en mi rostro y con mi bote amarillo en la mano izquierda.
Después de un largo camino, llego a la cima del cerro. En esta villa el camino se abre en dos. Se que si escojo la derecha, bajaré un camino de piedras y polvo. Si escojo la izquierda, podré ir por el pequeño río, que a pesar de encontrarse en la cima del cerro, no sube ni baja. Miro mi bote a la mano izquierda, y me decido por el río.
Este es un río sin razón. Uno nunca sabe lo que verá ni lo que es posible de suceder, es un río de locura. Siento escalofríos al embarcar el río de aguas oscuras, donde nunca llega el sol.
Empieza el viaje, hay mucha tranquilidad. Los sonidos, colores, y aromas me avisan que la locura se acerca. Ha pasado poco más de 10 minutos y empiezo a perder la razón. Cualquier cosa es válida.
Siento cómo la locura toma las riendas de mi juicio. De pronto se acerca otro bote, parecido al mío. El tripulante es nada menos que Platón. Converso con el, discutimos, y luego se va. Más tarde me cruzo con Ernest Hemingway, colega literario.
Sin saber porqué me quito la camisa que tanto me gusta, la remojo en el río, me sumerjo y empiezo a empujar el bote. Avanzo, me deslizo como un pez. Ha pasado más de una hora y siento que estoy al borde de la crisis. Sin embargo, un viento fuerte me arrastra hasta la orilla. Estoy empapado y he perdido mi camisa, pero recobro la razón. Pienso que es hora de volver...
Ya de regreso, levanto la mirada hacia el cielo y veo la estrepitosa caída de un paracaídas. Al parecer son dos personas en un mismo paracaídas, y su caída es muy rápida.
Caen a 30 metros de donde estoy. Preocupado voy corriendo para ver si están bien. He llegado al pueblo olvidado. Me ayudo con una linterna, pues ya es de noche. Encuentro la mochila, el paracaídas, pero no encuentro a los pasajeros. Me acerco a una casa, y encuentro un ataúd. Aunque esta escena sea muy rara, me preocupan más las personas que acaban de caer.
Del otro lado de la casa escucho un lamento, voy corriendo y veo a un chico malherido, que al verme, me cuenta que perdió el control del paracaídas pues el viento estuvo muy fuerte.
Al rato llegan los pobladores, tratamos de ayudarlo, pero el nos dice que vayamos a ayudar a su novia. Un inesperado grito de angustia llama nuestra atención. Corremos y nos damos con otro ataúd abierto.
Dentro del ataúd, vestida de blanco, se encuentra la novia del chico. Ha muerto.
Decidimos que debemos velarla. Nos dirigimos a una casa muy antigua, ubicada en el centro del pueblo. El chico está muy frío.
De pronto el cielo se torna más negro que la oscuridad. Del centro un rayo de luz se dirige hacia donde estaba, quedo perplejo.
Lo siguiente, diez personas con cabeza de caballo salen de la casa, nos miran, y empiezan a subir al cielo, van hacia la luz.
Dicen que cuando alguien muere, diez caballos te llevan através del largo camino al cielo, y te acompañan unas niñas de blanco que van dejando camino de rosas, que salieron después de los caballos.
Es la caravana que, llegado el momento, nos lleva al cielo.
Todos estamos conmovidos, inmóviles.
Sin embargo, he perdido de vista al chico, lo busco, lo llamo, pero no está.
Luego de una intensa búsqueda encuentro otro ataúd. Esta vez es el chico quien está adentro.
El también estuvo muerto, solo quizo despedir a su novia, y ahora empieza su viaje...