Lo conocí hace mucho tiempo. Había recibido mi primer sueldo y volví a aquel oscuro lugar en las galerías Brasil. Tuve que caminar varias calles y plazas para no prestarle importancia. Se la alquilé.
Mi primera reacción hacia él contuvo mucha simpatía. Era alguien escandalosamente complicado, engreído, obsesivo, agotado y energético a la vez, sigiloso, no carismático, directo, sobretodo admirable, pero no le tomé importancia.
Vestía ese viejo jean negro muy pegado, su siempre simple camisa negra y aquella corbata rojo puta. Estaba bailando.
Con una mirada me dijo muchas cosas, se reía, se burlaba, se mofaba, pero también se admiraba, se regocijaba y analizaba. Sobretodo contaba -su vida-.
Como no me llamó la atención, lo dejé por mucho tiempo olvidado hasta que -sin querer- -sin esperar- lo volví a encontrar. Estaba igual y parecía que nada había cambiado. Misma ropa, mismo despeinado. Me vió y me dijo "vamos al Bar 21".
Al llegar me presentó a sus 5 amigos. Los saludé cordialmente y sin respeto. Sin respeto porque al de lentes le gustaba vestir de abeja. Los otros 3 se vestían igual a él. Sin embargo, aún sigo enamorado de la minifalda de Candida y de ella.
Cada vez que bailamos disco se mueve tan sexualmente que se para -toda la disco- para verla.
Juntos viajamos miles de veces, conversamos y cantamos. Es un gran poeta y un gran escritor, pero sobretodo es exageradamente buen cantante.
Me enseñó a hablar -por espacios- al cantar, y a bailar cualquier huevada.
Siempre se caga de risa de todo y de todos, incluso de mi. Tiene un gran sentido del humor y es jodidamente cursi. Es un maestro.
Hace un par de años volvimos a cantar, a tocar. Se volvió más melancólico, menos loco, pero más analítico, se dejó crecer los cabellos, cambió su ropa disco por jeans y camisas de cuadritos. Su música me dice que está más maduro, pero nunca dejará de ser un genio.